miércoles, 4 de marzo de 2015

Cómo buscar casa en Bogotá

O la extraña búsqueda de vivienda en la capital


Hace unas semanas publiqué una historieta con uno de mis personajes buscando una habitación en arriendo para meter su culo y sus chiros. Pocos días después, mi amigo Gustavo Sanabria me envió un artículo que él había escrito sobre el tema. Me pareció divertido así que decidí ilustrarlo y compartirlo con ustedes. Al final encontrarán nuevamente la historieta.


Hace unos meses me encontraba caminando barrio tras barrio de Bogotá, desesperado por encontrar un lugar decente donde poder dormir y guardar mis cosas. Internet podrá ser una excelente herramienta, pero yo preferí hacerlo a la antigua. 

Miré los letreros pegados en tiendas y papelerías, pregunté a los vecinos, detallé cada poste de luz y anoté en mi libreta tantos números telefónicos como pude. Descarté algunas opciones con preguntas básicas que los dueños de mi nuevo posible hogar respondían con docilidad, seguros de que estaban haciendo un gran negocio

Aunque no contaba con mucho dinero para pagar el arriendo, tampoco estaba dispuesto a someterme a condiciones espantosas. Unas casas me ahuyentaron con la servidumbre que debía guardar para con los dueños; otras, porque los excesos libertinos convertían las casas en madrigueras inhabitables.


Muchos de nosotros –bogotanos por adopción– llegamos a la capital buscando oportunidades, pero antes de comenzar con el nuevo trabajo o la universidad, nos vemos obligados a encontrar un techo. 


Una “vivienda digna” decimos con humildad, porque el dinero nunca será suficiente para comprarnos la mansión de playboy donde deseamos vivir con nuestros amigos. 

Bogotá tiene una oferta amplia: apartaestudios, apartamentos compartidos, cupos universitarios, residencias, habitaciones por días, semanas o meses.  Sin embargo, esta breve lista no expresa la verdadera variedad de opciones de vida que oculta Bogotá para sus habitantes.

En el barrio La Macarena había un apartamento para compartir. Hallé una habitación enorme, bien iluminada, con compañeros artistas con los que me imaginé haciendo fiestas de alto calibre. Ésta es mi casa, me dije, fue bastante fácil. El hombre que me mostró el apartamento, lleno de pinturas, grafitis y artesanías, me afirmó que al día siguiente podría traer mis cosas. Ya me sentía cómodo, así que me senté en un sofá a fantasear cómo sería mi vida allí. 

El tipo recibió una llamada a su celular. Era su compañera de apartamento, recomendándole que no mostrara la habitación a nadie más porque se la había prometido a una amiga. Pronto estuve de nueva en la calle, libreta en mano, anotando números que me enviarían a infiernos compactos. Fueron tres días de exploración.

Un criterio importante en la búsqueda de vivienda es la libertad. Una persona soltera, lejos del régimen de los padres, adquiere mañas desordenadas que, en términos jurídicos, se conocen bajo el concepto de libre desarrollo de la personalidad. 


En el barrio El Chicó, una anciana me ofreció una habitación que tenía disponible a un precio bastante módico. Hasta regalado. Una vez me contó las reglas de convivencia que me exigiría, me percaté que acabaría pagándole el doble o el triple de la mensualidad. 

La anciana me cobraría una multa cada noche que yo llegara luego del noticiero, último programa de televisión que ella veía antes de dormir. Me marché, pues no estaba dispuesto a esclavizarme bajo la dictadura de un vejestorio. Igual de estricta fue la cristiana que prohibía las visitas, incluso las de mi madre. 

Por supuesto, yo sólo viviría en un lugar donde pudiera encerrarme tardes y noches enteras con mi novia. Demasiados caseros consideraron que esta solución a la soledad capitalina era indecorosa, entonces no me agregaron a su lista de posibles inquilinos.


El barrio La Perseverancia tiene su fama resumida en el dicho de que allí se sube a pie y se baja en ambulancia, sin embargo eso no me aterró tanto como la señora Inés. Ella había dividido su enorme casa en tres plantas. En el tercer piso vivía Inés junto a su viejo esposo. En el primero, dos militares, muy juiciosos y estrictos, según ella. Caminamos todo el segundo piso, tres habitaciones amplias, con pisos y ventanas de madera. La señora me prometió que no iba a instalarme ninguna estufa, porque el poco cuidado de los anteriores inquilinos acabó convirtiéndola en chatarra.

Pensé en vivir allí con un par de amigos, fácilmente podríamos pagar el arriendo y hacer unas buenas reuniones en esa cocina grande, donde Inés, en ese momento, me contaba cómo se dividían los costos de los servicios públicos de toda la casa. 

La dueña me contó que de cariño la apodan La Tigre. Yo siempre he sido muy disciplinada y brava, me dice ella. Yo sospeché y ella rió. Su ternura me regresó la confianza, pues las abuelitas siempre son permisivas. No dejé de pensar que esas mañas que he adquirido en mi libre desarrollo de la personalidad, seguramente, molestarán a los militares del primer piso. No quiero ganarme una muerte pendeja 

En ese momento sonó la puerta principal. 

Mientras Inés me hablaba de otra gente interesada en su oferta, detrás de ella apareció una silueta de un hombre alto que vestía uniforme militar. Él, en silencio, cerró el puño y se pasó el pulgar por el cuello como degollándose. Señaló a Inés, sin que ésta se diera cuenta, y con señas desesperadas, cruzando sus brazos en el aire y con el gesto de angustia, me previno de vivir allí. 

Si un oficial no soporta vivir allí, yo menos. El militar desapareció de la escena y de inmediato cerré la conversación con Inés. Gracias por todo señora, le dije, mañana la llamo para confirmar. Ya en la calle, a la salida de su casa, Inés insistió en conversar. Me confiesa que fue su hermana quién comenzó a apodarla La Tigre y que hace años no la ve porque no se soportó el estricto orden de esta señora habitante de La Perseverancia.

Otro defecto es, sin embargo, el exceso de libertad. Después de huir de lugares con tantas reglas y tanto orden, incluyendo una residencia regida por el Opus Dei donde invitar a mi hermana a comer unas onces era considerado incesto, comencé a desesperar. 

Recuerdo haber llamado a un número que anoté en un cafetería y pregunté directamente si mi novia podría entrar sin problema. Yo no quería toparme con más moralistas. Meta aquí a quien se le dé la gana, me dijo un hombre al otro lado del teléfono. Me pasó la dirección de una casa en Chapinero. Y allí entré a la ratonera de un borracho. Botellas de cerveza vacías, un olor amargo a orín de gato, cajas de comida rápida, las paredes manchadas. Me marché antes de que mostrara el basurero que me ofrecía como hogar. 

Luego caminé al sector lúgubre de los mariachis, la Avenida Caracas con 57. Timbré y timbré, pero nadie me abría. Esperé un cuarto de hora hasta que un maestro de obra apareció, señalándome que entrara con un cigarrillo en la mano. Me invitó a seguirlo por una serie de pasillos intrincados. 

El edificio, antiguamente un hotel de los años cincuenta, estaba siendo remodelado. Todo está en ruinas, le reclamé al maestro de la obra. Le mostraré las habitaciones que ya hemos terminado, me respondió. La primera había sido el cuarto para guardar utilería del viejo hotel, ahora dividida por una pared de drywall para separar dos dormitorios. Para ir al baño tendría que cruzar el pasillo, hasta allí, me dice el maestro señalándome un cuarto que no tiene puerta sino cortina. 

Una segunda habitación incluía el baño, pero el lavamanos estaba exactamente encima del colchón desnudo que cubría todo el área.  La tercera era enorme. Hasta hace poco vivió aquí un vendedor de seguros, tenía su comedor y una mecedora. No tiene ventanas. Las paredes, el techo y el suelo están cubiertos por baldosa de baño verde. La única entrada de aire es un desagüe redondo en la mitad del suelo. Sólo pude pensar que me encontraba en un abortadero clandestino. 

Salí deprimido. 

Unos lugares me asfixiarían con sus reglas o sus precios, otros me destruirían con el más repugnante libertinaje. Al día siguiente, con los pies hinchados, entré a una hermosa casa colonial que hoy es mi hogar. La errancia de buscar vivienda en Bogotá, zoológico humano, puede ser una incertidumbre que quita la esperanza y la dignidad a cualquiera, como también puede ser la posibilidad del encuentro con nuevos amigos y distintas culturas. Pero esto es otra historia.





Texto por Gustavo Sanabria
Ilustración por Ana Mardoquea


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