(AVISO: ésta es parte del guión literario a partir del cual dibujé una novela gráfica. Si quieres leer las primeras viñetas, clic aquí)
Una noche de abril mi esposo no regresó. Ausencio no es un hombre de cantinas, sino un trabajador y un padre comprometido. Esa noche me prohibieron gritar su nombre, así que el silencio se posó sobre mi casa como un gallinazo vigilante. Hubo que esperar al día para buscarlo.
A la madrugada, mi mamá me despierta para que la ayude a buscar a papá. No lo encontré en su café que se tomaba todas las mañanas, ni escondido entre las arrugas de la abuela. A veces se me esconde detrás de una puerta o un árbol para asustarme, luego me levanta en sus brazos y mamá lo regaña porque no quiere que ensucie mi vestido con la tierra que trae del campo. Papá suele llegar a casa con limones y papayas. Los días que trae yuca viene hecho una bola de tierra que me corretea por todo el patio de la casa. Pero hoy en todo el día no lo he encontrado. Lo busco hasta que, al fin, lo encuentro muy muy quieto…dentro de una foto, en mi habitación.
Tres
días después y sin saber nada de Ausencio, nos vamos al río con mi hija Luz a
lavar ropa. Ella me ayuda restregando una camisa de su padre, mientras yo me
pierdo en mis pensamientos, empapados de incertidumbre y dolor ¿Por qué mi
marido es con el que tienen que avisar que las cosas en el pueblo no seguirán
siendo iguales? Desde la desaparición de Ausencio, el pueblo entero tiembla y
cualquier viento que sacuda las hojas de los árboles nos parece una amenaza de
muerte. Me hundo preguntándome dónde estará Ausencio, cuando de pronto Luz me
grita que había encontrado algo de su
papá, una piedra.
Los
gritos de papá son piedras, pero nunca nos gritó ni a mamá ni a mí. A nosotras
nos enseñaba refranes y canciones. Una vez lo vi hablando solo, diciendo “¡Ay
San Isidro Labrador! ¡Quita el agua y pon el sol!”. Le pregunté con quién
hablaba y me respondió que pedía a los cielos bendiciones para nuestros campos.
Sus gritos los lanzaba contra las Sombras que venían a aplastarnos, esa gente
mala de uniforme oscuro. En ocasiones,
esa gente llegaba como nubes de penumbra y el sol de mediodía comenzaba a
ocultarse detrás de su crueldad. Papá siempre fue un líder que defendía a la
gente de por aquí, así que nunca dejó que las Sombras entraran al pueblo.
Levantaba su voz para que la gente del pueblo ahuyentara esos espantos. Me
guardé esa piedra como un buen recuerdo de papá, la llevaré conmigo a todas
partes.
Luego
de extender la ropa en el patio y dejar a Luz en casa con su abuela, salgo a la
tienda de don Clemente a buscar noticias. Quizá Lucecita tenga razón y esa
piedra pueda ayudarnos en la búsqueda de Ausencio ¡Ay Ausencio! ¿Por qué no
aparece de una vez con la yuca y el arroz para la cena de hoy?
En
la tienda me encuentro con Clemente, Eugenio y Sergio. Todos me saludan:
—Buenas
tardes, Julia.
—¿Ya
vio los panfletos que están circulando por todo el pueblo?— me pregunta don
Clemente detrás del mostrador y Eugenio responde por mi diciendo:
—¿Cómo
no los ha visto? Esos papeles vienen anunciando la muerte para todos en este
pueblo, sin prometernos resurrección ni nada.
—Es
una lista negra con todos nuestros nombres en ella— me dice Sergio, un hombre
de cabeza fría, ahora poseído por la tristeza—. Nos quieren lejos de nuestras
casas…o muertos.
—¿Quién
trajo la muerte a este pueblo?— Eugenio grita irritado y luego lanza una mirada
de sospecha sobre don Clemente diciendo —¡Alguien tuvo que llamarla!
—¡Eugenio!—le
reprocho—Respete a Clemente que él es amable con todos aquí, incluso ha llegado
a fiarnos en momentos duros para nuestras familias.
—Además—repone
Sergio en un suspiro— todos nuestros nombres están en la lista…estamos
destinados al olvido.
—¡No
invente cuentos!— grita Eugenio, cada vez más desesperado— ¡Hay que matar
primero al que nos quiere matar!
—Vaya
usted, tranquilito— dice Clemente—, que yo no quiero ensuciarme las manos de
sangre.
Y
con la rabia contenida en sus ojos, Eugenio dice:
—¿Qué
hacemos entonces? ¿Ah?
—Pues
irnos de aquí— suspira de nuevo Sergio.
El
silencio que ha dejado esta conversación es interrumpido por la puerta que se
abre de golpe. Un hombre delgado entra en silencio, nadie lo conoce. Todos
contemplamos al extraño que atraviesa
la tienda hasta llegar junto a una caneca. Quizá del miedo don Clemente no dice
su usual “A la orden, ¿qué se le ofrece?”, pero da igual porque el extraño no viene
a comprar nada.
—¡Tranquilos!
No se preocupen— exclama el extraño— sólo vengo a tirar esta basura.
Y,
de hecho, tiene una bolsa en la mano que arroja en la caneca. El extraño es
joven, con un enorme maletín a la espalda del que cuelgan unos palos, tiene
unas botas viejas y pocos modales para irrumpir en la tienda así. Más en un
momento de zozobra como este.
—¿Qué
es eso?— le pregunta Clemente refiriéndose a la basura que el extraño ha
tirado.
—Es
mi dignidad.
El
extraño se dirige lento hacia la salida, hasta que Eugenio lo intercepta,
gritándole:
—¡¿Para
dónde va usted?!
-—Pues
a pasar la noche, ya es tarde.
—¿Y
quién lo invitó a este pueblo? No se me hace familiar.
—Duermo
en las residencias de doña Flor. No vengo de visita familiar, tengo otras
razones para estar aquí.
—¿Y
se podría saber cuáles son esas razones?
—Señores,
se me hace tarde, debo irme.
El
extraño sale dejando la puerta abierta. La noche es profunda y fría, y la luz
amarilla de la tienda sólo ilumina un pedazo de la oscura calle en la que se
ha perdido el extraño.
—¡A
nadie engaña éste asesino!— grita Eugenio.
—¿Si
vieron sus cuchillos?— pregunta Sergio con los ojos salidos del susto.
—¡Ay!
¡Ya vienen ustedes con pendejadas!— interrumpo yo— Es un simple viajero y esos
son simples palos.
—Julia
tiene razón— don Clemente me apoya—, no podemos cargarle la culpa así no más.
—¿Y
quién más sino un asesino pierde su dignidad así?— inquiere Eugenio.
—¿Cuántas
cervezas se han tomado hoy? ¡Sólo dicen tonterías! Mejor dejen en paz a ese
joven.
—¡Ese
hombre es un asesino!— grita Eugenio con rabia.
—¡Ya
le mataron a su esposo!— me escupe Sergio— Y usted, Julia, ¿no se preocupa?
Ante
esa acusación no respondo ni una palabra. Todos quedan igualmente en silencio y
yo me regreso a casa sin despedirme. Cruzo la noche, no sin miedo, pensando en
Ausencio.
Las
noches sin papá son más largas. Han pasado casi dos meses buscándolo debajo de
cada piedra y sólo encuentro culebras. Así de largas como culebras son las
noches, que lentas arrastran su barriga hasta el amanecer. Pero el sol ya
tampoco es una buena noticia, pues han amanecido perros con el pescuezo cortado
cerca de nuestra casa y ya han desaparecido a otros tres señores. Cada noche,
tras las ventanas, veo pasar a las Sombras cargando sus fusiles y, a veces,
después de un tiroteo, escucho una música de guitarra, muy bonita, que me hace
pensar en papá. Me agarro a su recuerdo porque es lo único que tengo de él.
Esta piedra es lo que yo más quiero porque guarda un poco del calor que él
traía a nuestro hogar.
(Fin de las primeras páginas del guión literario para dibujar el cómic de Ausencio)
SI TE GUSTA LEER CUENTOS Y NO DEFIENDES LA GUERRA, TE RECOMIENDO:
- ESCUCHAR LA HISTORIA DE ÁFRICA POR CHINUA ACHEBE.
- UN CUENTO PARA ANTES DE MORIR.
- UNA HISTORIETA SOBRE EL HEROÍSMO MILITAR.
Mardoquea.
Hermoso, ojalá algún día ésta guerra termine...
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