sábado, 8 de agosto de 2015

Un cuento para los desesperanzados

He aquí un cuento que describe el dolor de un mundo en busca de sentido, especialmente, el mundo femenino. Aunque el final es trágico, la literatura guarda una esperanza. Este cuento, titulado "Por fin, un hogar" lo escribo desde Otavalo, Ecuador, donde las familias se cargan a la espalda o sobre un carrito de verduras. El cuento, sin embargo, se ubica en Bogotá y en Cartagena. Continuamos con el Proyecto Viaje Literario a Suramérica. 



Por fin, un hogar

Susana y Leonardo decidieron su futuro como familia en el bus que los transportaba al  norte de Bogotá. La bebe se llamará Sara y tendrá una habitación llena de juguetes. Leonardo buscará un trabajo de tiempo completo. Con ese dinero comprará discos de música clásica para su hija, una hamaca y un carro para los paseos familiares de cada domingo. Susana tendrá que dejar sus estudios universitarios durante los primeros años para dedicarse a la crianza. Jamás abandonaría a su hija. No sabían si inscribirla en cursos de matemática o música o pintura, pero lo que sí estaba claro era que ambos dedicarían su vida a la felicidad de su hija.


Hay que huir de Bogotá. Una vez nazca Sara, Susana y Leonardo se mudarán a Cartagena. Allá viven los padres de Leonardo. Allá seremos una familia trabajadora y amorosa, afirma convencida Susasa. No podemos excedernos en el trabajo, pero sí en el amor, en el amor no hay sobredosis, así que, Leíto, ámame y ama a tu hija sin ningún obstáculo. Por fin, un hogar.

Las paredes metálicas del bus chocaban haciendo un ruido prehistórico. En media hora llegarían al centro comercial de la calle 127. El trancón les permitía planear más detalles de su futuro. 

Un vendedor brincó la registradora del bus, atravesó el pasillo con una caja de dulces en una mano y un bulto de cobijas en la otra. Se inclinó sobre Susana y de entre las cobijas emergió la mirada de un bebe. Esos ojitos asustados inspiraron en Susana un instinto maternal que le sorprendía descubrir en sí. Ella creía ser una mujer árida.

Susana bajó primero del bus. Entró al centro comercial entrelazando su mano con la de Leonardo. Enormes vitrinas y gigantescos anuncios publicitarios. Escaleras eléctricas cruzándose entre los pisos como descomunales orugas negras.  El torrente de personas se detenía, se retorcía, se extraviaba en cada una de las arterías y almacenes. Siempre se espera humildad de la gente, se nos dice acepta lo pequeño que eres, pero los almacenes no tienen que aceptar eso. Así les llaman, grandes almacenes ¿Serán capaces de aplastarnos a nosotros, pequeñas personas? Estos  eran los pensamientos de Susana mientras lamía el helado que acababan de comprar. Se lo contó a Leonardo. No seas boba, respondió él.

Leonardo saludó a un primo suyo que había salido a almorzar junto a su esposa e hijo. ¿Cómo está el bebe? ¿está aprendiendo a caminar? Y dirigiéndose al bebe, dijo ¿Quieres jugar al avión?

Entonces Leonardo extrajo un cúmulo de carne rosada de un coche azul y lo levantó sobre sus hombros. El pequeño reía.   

Leonardo regresó a la conversación con los adultos y presentó a Susana.

―Ella es estudiante de psicología, me ayuda cuando me pongo loquito― dijo Leonardo en broma, torciendo los ojos.

La esposa de su primo río.

―¿Leo, sigues saliendo con estudiantes? Hace mucho ya te graduaste de administración de empresas― inquirió el primo.

―No soy pequeña― se defendió Susana ―Estuve indecisa e intenté varias profesiones.

―Primo, ella te puede enseñar todos los oficios, hizo unos semestres de medicina y otros de leyes― dijo Leonardo.

―¿Hace cuánto se conocen?― preguntó la esposa del primo.

―Hace varios meses― respondió Susana.

―Leo, tu siempre has tenido muchas novias y las despachas en cuestión de meses― dijo el primo.

―Amor, varios meses pueden hacer años― dijo la esposa del primo ―¿cuántos meses?― insistió.

―Cuatro― respondió Leonardo.

Susana estuvo a punto de decir: y un mes de embarazo. 

Pero la noticia aún no había sido divulgada, pues la primera en enterarse debe ser la madre de Leonardo. Susana no estaba dispuesta a dejarse humillar por el primo de Leonardo, pero no podía ser imprudente. Igual  estaba segura de su posición: ella era amada por Leonardo, así como ella había encontrado al hombre de su vida.
 


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A los siete años, un hombre presentó la muerte a Susana. Su padre entró en la habitación, pintada con personajes de la televisión infantil, interrumpió su juego y la invitó, con un movimiento de su enorme mano, a sentarse en la cama para conversar.  

El cuerpo de su padre, sentado frente a ella, ocultaba la ventana. Toda la habitación recibía un baño de luz amarilla, excepto él, la silueta oscura de un hombre que confesaba que un día, nadie sabe cuándo, él iba a morir. Su hija sintió que él no la cuidaría más. Quizás desaparecería sin avisar. Susana tuvo miedo ¿Cómo podría vivir sin él? 

Pronto tuvo un terror mucho peor. Yo también voy a morir, pensó.  Y con este pensamiento entró flotando a un profundo espacio negro de soledad absoluta. Una habitación oscura sin paredes. Nadie con quien compartir, ningún objeto para jugar. No encontró a Dios esperándola. Susana jamás olvidó esta sensación de abandono. 

Años después, siendo adolescente, aprendió a deambular días enteros por la ciudad como si errara por ese vacío que es la muerte. Lo que tocaba se desvanecía. Lo que observaba se perdía en un horizonte confuso de manchas y borrones que se devoran entre sí. Toda la ciudad era tragada por un agujero negro que llevaba en el pecho.

Susana había cambiado una y otra vez de universidad, trabajo, amigos, metas. Nada la convencía porque siempre encontraba ese horrible aspecto de la muerte en cada cosa, acción, persona. Pasaba días enteros deprimida, pensando que algo faltaba a su vida. Algo grande y nuevo. No, mejor algo morado ¿morado? Lo que le falta es seriedad, aunque si se ponía muy seria se aburría.

Descubrió que tampoco buscaba dinero ni estabilidad. Esforzarse por la felicidad le parecía demasiado estúpido y entregarse al oleaje de la inestabilidad la mareaba. Susana deseaba sentido para su vida y hasta ahora había deseado bagatelas que pronto perdían su brillo. Entonces apareció Leonardo.

Se conocieron siendo voluntarios en una fundación que ayuda a los niños hambrientos de algún lugar lejano al que nunca fueron (el sur de Bogotá). El padre de Susana, preocupado por el estado anímico de su hija, la obligó a asistir a las reuniones de la dichosa fundación, realizadas en el salón de un club.
Las cortinas elegantes la aburrían, los meseros la aburrían, el vino no la embriagaba. Leonardo sobresalía como una luz sobre un fondo gris de aburrimiento, tal vez porque él también era indiferente a los demás miembros.  

Una tarde, después de la reunión, Susana y Leonardo conversaron en un pequeño café. A la semana vieron una película juntos. Al mes ella tenía parte de su ropa en el armario de Leonardo y hacían mercado juntos, compartían largas duchas, inventaban nuevas recetas para el almuerzo. Por supuesto, renunciaron a la fundación. 

El día que Susana dijo a Leonardo que estaba embarazada, los nervios la obligaban a hacerse un cuarto o un quinto examen para estar segura. Tenía en sus manos el tercer examen médico a que se había sometido en una semana. Esa semana había logrado actuar normal, escondiendo sus dudas y temores. Esperaba a que Leonardo llegara del trabajo para hacer el amor, lo llamaba desde la universidad e incluso aceptó la invitación a una fiesta con los amigos de él. 

Sin embargo Susana comenzó a ver desfilar embarazadas por todas partes. En el noticiero, en las calles, en los anuncios publicitarios. Con la certeza de que se había convertido en parte de ese ejercito de futuras madres, se sentó en la cama mientras Leonardo se desvestía. 

Contempló la espalda ancha del hombre que había traído esperanza a su vida. Ninguna depresión se había presentado desde que lo conocía. No había una miga de estúpido o de psicópata en él. Su manera sencilla de ver las cosas hacía que los problemas de Susana se desenredaran de un suave tirón. Deseaba hacerle el amor pero era necesario mostrarle los resultados positivos de los exámenes.

Leonardo continuó jugando con el hijo de su primo dentro de un almacén de juguetes. El niño pataleaba y exigía, con los brazos levantados al cielo, que lo volviera a levantar como un avión. Susana, en silencio, sonreía. La esposa del primo de Leonardo dijo a Susana, mientras extendía frente a sí una falda que acababa de comprar, Leonardo sería un buen padre, ¿no te parece? 

Susana enrojeció y quiso abrazar a esa mujer, próximamente familiar suya. Quiso abrazarla como a una amiga de toda la vida, revelarle que estaba embarazada y brincar y gritar juntas y compartir expectativas y secretos. Pero no. Sabía que debía ser prudente. Más vale guardar su alegría un poco más. 

El primo de Leonardo se acercó con los cafés que había salido a buscar y entonces Susana preguntó, para mantener una interesante conversación, ¿qué se siente ser padres?

Luego de despedirse, Susana y Leonardo entraron a ver una película que inspiró a Susana a hacer posible un amor imposible. Leonardo agarró su teléfono celular para llamar a su madre. Susana, que todavía se sentía dentro de la película, se dijo, por fin, el mundo se enterará de nuestro amor. El celular comenzó a sonar. 

Leonardo conversó con su madre, qué has hecho, cómo está papá, y en un momento decidió decirle oye mamá, vas a ser abuela.  

La conversación cambió de tono, hubo silencios largos de Leonardo mientras su madre hablaba, él respondía de vez en cuando con un “sí” o un “eso haremos”. Susana comenzó a pensar en su nueva familia. 

Mientras Susana veía todo su futuro tan claro como si sucediese allí frente a ella, Leonardo comenzó a hablar con más firmeza, con frases largas que Susana no entendía gracias al regocijo que se daba en sus pensamientos. De pronto Leonardo calló y extendió el celular a Susana, toma, mi madre quiere hablar contigo.

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Una semana después la pareja viajó a Cartagena. Susana, ansiosa por conocer a sus suegros, entró en el amplio apartamento iluminado por el sol y la cristalería. Su equipaje fue acomodado en la habitación de huéspedes por la empleada doméstica que en esos momentos cocinaba el almuerzo. La bienvenida fue fría. 

La madre de Leonardo tendió su mano a Susana en un rápido saludo y continuó maquillándose en el espejo de la sala, gritando órdenes a la empleada, que brillara los candelabros, que sirviera la mesa de una vez pues tenía una cita con un farmaceuta. 

El señor hablaba con vehemencia de negocios con su celular, interrumpió unos segundos su conferencia y dijo, Susana que bueno verte, siéntate y por la tarde vamos a la playa. Con la brisa que entraba a ese décimo piso, Susana se sentía de vacaciones. 

Después de almorzar, Leonardo, su padre y ella pasearon las calles empedradas en un carruaje empujado por caballos, caminaron por la playa y descansaron en un bar ubicado sobre la muralla. Allí la madre de Leonardo se les unió. Todos ordenaron un coctel o una cerveza, excepto Susana que prefirió un jugo. Esa noche Susana durmió satisfecha, aunque extrañaba la compañía de Leonardo en su cama.

Susana enfermó a la mañana siguiente. Se encerró todo el día en el baño. Leonardo golpeó la puerta y preguntaba si podía ayudarle, ella le gritó ¡Largo, déjame sola!. Él insistía. 

Horas después, cuando Susana abrió la puerta, ella yacía desvanecida sobre el suelo de baldosa y Leonardo la cargó a la cama. Él notó lo evidente, su novia se encontraba en un estado gravísimo. Ella sabía que no podía ir a la clínica, que no sabría cómo explicar su condición sin meter en problemas  a nadie. Decidió soportar en silencio.

 Al siguiente día le dijo a Leonardo que pasearan por la playa. No pudo caminar mucho y se sentó, junto a su novio, en los sillones del bar sobre la muralla. Sus entrañas eran aún cenizas ardiendo y sus piernas flaqueaban. 

Susana no dudó en pedir un coctel con vodka, quizá le ayudara con el dolor, y cuando comenzó a beberlo lloró y se sintió abandonada como el día que su padre le presentó la muerte.

De regreso a Bogotá, el amor de Susana y Leonardo se convirtió en batalla. Las primeras tres o cuatro peleas se solucionaron con sexo, pero a la siguiente Leonardo no pudo contener el puño que reventó en el ojo de Susana. Le gritó: maldita loca, eres una puta bipolar, mejor cálmate ya y deja de joderme. Susana respondió: ¿Cómo quieres que me calme si tú convenciste a tu madre? ¡Tú dejaste que mi hija se fuera por el inodoro!

fin


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