La verdad
era que no deseaba portarme sino de acuerdo con lo que se esperaba de mí.
Ir
contra la corriente me destrozaba.
Elisa Mújica
En abril de
2011 Mónica García supo que no volvería a ver a su primo. La imagen persistente
de la policía descolgando el cuerpo del techo del baño se borraría con el
tiempo. Seguro pasaría lo mismo con todo lo que había aprendido de él, pero no
esperaba que su padre le prohibiera cualquier encuentro posterior con los
libros. Los libros de Luis Alberto, que eran como suyos. Juntos leían en el
parque y volvían a casa antes del anochecer. Nada tan cautivador, decían los
profesores del colegio. Mónica, vestida aún con la jardinera y los zapatos de cuero,
se sentaba a oír las ideas excéntricas que el primo traía de la universidad.
Durante las comidas, Luis Alberto discutía de política con su tío –el padre de
Mónica–, siempre respetuoso y a la vez crítico de los pensamientos del viejo, y
después se encerraba en su habitación a estudiar.
Tras su
muerte, lo único que podría permanecer de él eran los libros que leía con
obsesión. Sus ropas fueron destinadas a la caridad. Los cuadernos en que
escribía poesía fueron enviados a la madre en Aguachica. Vendieron el
computador y el celular para pagar parte de los servicios fúnebres, así como la
cama y el escritorio. Desaparecía. Y acabó de desaparecer, no cuando agentes
del CTI cargaron el cadáver a la ambulancia, sino la tarde en que un reciclador
se llevó las cajas de libros que esperaban arrumadas para ser vendidas por
peso. En la mesita de la sala, junto al florero sin flores, quedó la Biblia
como la única lectura permitida por la autoridad del hogar.
Luis
Alberto le confesó a su prima que su anhelo era ser escritor. Había venido de
Aguachica a Bucaramanga, en el 2008, para estudiar literatura en la Universidad
Industrial de Santander. El padre de Mónica y hermano de la madre de Luis Alberto,
Víctor García, lo recibió en su casa en el barrio La Joya y fue el único hombre
que confiaba a su hija. No le permitió tener más amigos varones hasta los
dieciocho años. Mónica tampoco tuvo muchas amigas. Era tímida, y una vaga
intuición de que era distinta la aisló todavía más. Tuvo la seguridad y el gozo
definitivo de su soledad cuando Luis Alberto le habló por primera vez de los
poetas. Lo veía escribir sus propios poemas y siempre le reclamaba que cómo se
atrevía a aspirar a ser tan grande como esos hombres. Al principio –tendría
doce años– creía que escribir era oficio de hombres, además adinerados y
europeos, y que su primo era un tonto soñador. Hasta que él le habló de mujeres
escritoras. Gabriela Mistral, Anaïs Nin, Alejandra Pizarnik... Mónica quiso revelar
entonces su deseo, ya no tan discreto, de ser como ellas, de estudiar en la
universidad como su primo y dedicar su vida a las letras. Fue entonces que Luis
Alberto se suicidó. Toda la culpa de su muerte se la llevaron los libros, y
nadie quiso preguntar más.
De la
cacería de brujas que libró su padre, rescató dos libros que escondió entre el
colchón y las tablas de la cama. Uno de sor Juana Inés de la Cruz y una
antología de poesía romántica con sus poemas favoritos de Novalis y Hölderlin. Cada
noche leía y escribía en secreto, escondida bajo las cobijas e iluminada por
una pequeña linterna. Si oía pasos frente a su puerta, apagaba la linterna y
hacía que dormía. A veces se quedaba dormida. Otras veces el miedo no la dejaba
dormir. Escribía asustada por las amenazas que su padre profería contra la
poesía –maldita y demoníaca–, cada vez que escuchaba la emisora cultural. Leyó
los mismos libros tres o cuatro veces. En la repetición de los versos y en sus intersticios
creía ver, como una aparición, la posibilidad de ser escritora.
En la
Navidad de 2012, sin embargo, escribió su último poema. Se durmió escribiendo
un soneto dedicado a Luis Alberto y despertó a la mañana siguiente, con su
padre sentado a los pies de la cama. Víctor se había levantado a la madrugada
para asistir a la novena de las cinco y entró en la habitación de su hija para
invitarla. La descubrió durmiendo abrazada a un libro. Soportó la ira hasta que
ella despertara y, una vez la vio sentada en la cama, la abofeteó con el libro
y la arrastró al patio para que viera arder en el fuego los cuadernos en que
había escrito sus versos. Mónica se resignó. Después de todo, ¿quién había oído
hablar de una escritora bumanguesa?
***
Ese mismo
año conocí a Mónica, quien, cinco años después, en 2017, me presentaría a Elisa
Mújica, una escritora santandereana. Parece que ningún obseso de archivos
polvorosos, ningún ratón de biblioteca y especialista en literatura colombiana
–que son cinco pelagatos– ignora que Elisa Mújica fue de las mejores escritoras
colombianas del siglo xx. Sin embargo, su voz permanece apagada y reprimida,
como lo estuvo en vida. Su escritura escampa en la clandestinidad y no por
falta de fuerza o belleza. Y así ha vivido Mónica. Parece repetir su historia:
la de una escritora nacida en 1918, la de un canto en tierra de sordos.
Mi amistad
con Mónica ha sido sencilla y esporádica. Tenían que cruzarse dos desprevenidas
casualidades para que nos encontráramos. Primero, que yo estuviera en Bucaramanga,
y luego, que ella convenciera a su padre de que Mórdor –el perro de la familia–
necesitaba paseos más largos por el bien de su salud. Era la única manera para
que Mónica caminara por la ciudad una tarde entera, sin ninguna presión. Así
que nos veíamos a intervalos de seis meses por lo menos.
Quedábamos
en el parque García Rovira, donde solía escuchar las lecciones de Luis Alberto.
Ella esperaba sentada junto a un perro beagle que extendía sus orejas
por el suelo amarillo. El sol de las dos de la tarde amodorraba. Nos saludamos
y subimos por la carrera 36, caminando lento y desviándonos de un parque a
otro.
—¿Ha
descubierto algo nuevo? —le pregunté.
—Tiene que
leerla; Elisa Mújica me encanta.
Mónica,
apasionada, me habló de la escritora. Nació en Bucaramanga en 1918 y casi
alcanza a vivir el siglo entero. Vivió en Bogotá, Quito y España. Fue la
primera mujer colombiana gerente de un banco y entró con honores a la Real Academia
de la Real Academia Española. Parecía rebosar en logros y en libros escritos
–novelas, cuentos, ensayos–. Mónica no entendía por qué nadie en la ciudad la
conocía.
—He
preguntado por ahí por ella, como entrevistando a ver qué, y me han dicho que
creen haber escuchado su nombre. Les digo que fue una mujer importante y me responden:
“Ah sí, fue una maestra, ¿o una política? Sí, era una de esas corruptas”.
—¿Y usted cómo
llegó a ella?
—Por una
amiga de Luis Alberto de la universidad. Tatiana. Casi no salgo con ella: está
loca. Creo que también escribe. Vive fumando y bebiendo por las noches. Yo no puedo
hacer eso.
Cruzamos
hacia la derecha, en dirección al parque Simón Bolívar. El perro se cagó frente
a la estatua del Libertador, y Mónica limpió con una bolsa plástica. Mónica
cambió de tema, intimó consigo misma en voz alta.
Después de
meses de discusión, convenció a su padre de que se matricularía en la
universidad. No podría, sin embargo, elegir la carrera por gusto. Cualquiera de
las humanidades estaría bien, se dijo en principio; pero terminó aceptando estudiar
ingeniería metalúrgica. Allí conocería los inocentes y primerizos placeres del
amor. En rápidas escapadas, bien justificadas con excusas razonables, le daba
un beso a algún chico. Me lo contó sonrojada y sosteniendo al perro con un
gesto leve de cohibición. Ya habíamos hablado de esto antes. Ella besaba sin
enamorarse y se marchaba con culpa a su casa. No proyectaba ningún futuro junto
a nadie. Solo anhelaba un beso para esa noche escribir un poema –de nuevo a escondidas–
y despedirse de manera indolora de un breve amor. Otras veces había pasado que
los hombres eran los que se pintaban un maravilloso futuro con ella.
—Se creen
que yo les daré cielo y tierra. Otras veces, solo quieren comerme. Como me ven
juiciosa, quieren entrar a mi casa casi que a la fuerza a presentarse como mis
futuros esposos. Ahí en la entrada les he dejado todos los regalos.
Regresamos
por la carrera veintidós. El andén tenía apenas el espacio suficiente para
caminar en fila india y hablarle a la espalda de Mónica, que iba adelante con
el perro gordo. Los buses y las motos parecían abalanzarse contra nosotros. Las
ventas de enormes equipos de sonido, muebles, empanadas. Ella volvió al tema de
Elisa Mújica.
—Le va a
gustar la novela Catalina; hay entre líneas una pelea con Nietzsche.
—¿Y quién
gana?
—El
cristianismo. Elisa fue durante una época comunista, pero se convirtió a la
Iglesia católica.
—No
entiendo. ¿Cómo puede reivindicar la perspectiva de la mujer desde el
catolicismo?
—No le diré,
tiene que leerla; es bellísima.
Igual me
contó un poco de la historia de Catalina. Una joven bumanguesa que se
sabe diferente a todos los demás y, siendo un pueblo en el que nada sucede y
las lenguas siempre están prestas a envenenar con el chisme, será sometida al silencio
y expulsada de la vida social. Busca reemplazar la autoridad del padre por la
de un esposo que le impedirá realizar sus deseos. Nunca puede confesar su
verdad, porque otros le imponen lo que debe creer. Fracaso tras fracaso, busca
refugio en los libros, y las tertulias, a manera de entretenimiento, desatan su
condena. Esa historia de una mujer pensadora y transgresora pero que, en
últimas, no es rebelde, sino que se resigna a las circunstancias opresivas, me
recordó la historia de Mónica. Se lo dije.
—Sí; quizá
por eso me gusta tanto. La vaina es que entonces Bucaramanga era un pueblo.
Ahora, que es ciudad, sigue igual, no pasa nada; y nos tiramos a matar entre
nosotros.
Los
gigantes árboles de caucho hacían sombra para los motociclistas y los
comerciantes que descansan y discuten en las bancas. Un grupo de prostitutas
alimentaba a una ardilla. Llegamos al parque Antonia Santos, y Mónica señaló el
busto de bronce de la mujer que da nombre al parque.
—Es el
único monumento en Bucaramanga que recuerda a una mujer. Fue guerrillera. Y aun
así aquí ganó el No en el plebiscito del año pasado. No existe ese dizque
orgullo combativo del santandereano. Existió, pero Elisa Mújica me ha enseñado
a dudar de él. El resto de monumentos son hombres. Por aquí por el centro:
Simón Bolívar, Francisco de Paula Santander, Aquileo Parra, Custodio García
Rovira, Eloy Valenzuela, José Vicente Concha, Aurelio Martínez Mutis y esa
ambigua figura que conocemos como Los Fundadores, que parece acusar a los
indígenas de asesinos. Por la carrera 27: Benjamín Herrera, Gabriel Turbay,
Luis Antonio Galán y otro Bolívar a caballo. Por Cabecera: el general San
Martín y la parejita de Francisco Romero y David Puyana. También, por allá por
el Batallón, está Antonio Ricaurte; en el parque de San Francisco, José Camacho
Carreño; por la quince, un tal Arturo Regueros Peralta.
—No sé
quiénes son —confesé.
—Casi nadie
sabe. La mayoría son militares que combatieron por la Independencia o
atizadores de odios entre conservadores y liberales. Aunque pocos les paren bolas,
igual marcan unas coordenadas para la identidad de la región. En mi opinión,
muchos deberían desaparecer, no nos dicen nada, no nos aportan nada. Y podemos
dejar espacio a personajes que no sean racistas, clasistas, machistas. ¿Dónde está
la estatua de Elisa Mújica? ¡Hizo más con una pluma que con un fusil!
Ver a
Mónica arder en rabia por las estatuas de la ciudad fue una imagen que me
contrastaba con su resignación a la violenta autoridad paternal. Había logrado
subvertirla encontrando la manera de volver a la lectura y la escritura,
siempre de manera oculta. Permaneció dos años sin libro alguno, olvidó los
versos que sonaban efímeros en su mente, incapaz de anotarlos, hasta que en la
universidad pudo hacerse su guarida. Los enormes libros de ingeniería le
servían para disimular los pequeños libros prohibidos de poesía y cuentos que
conseguía a la salida de las clases. Permanecía en salones vacíos para leer.
Algunas amigas le guardaban lo que tuviera que ocultar. Su rebeldía no era la
de los capuchos que lanzaban papas bomba. Su desobediencia era inmóvil,
invisible. Quizá por eso se irritaba tanto al ver aquellas estatuas, alrededor
de las cuales juegan los niños, fuman los viejos, descansan las señoras, venden
café los ambulantes. Pero ella enfurecía ante tanta docilidad, tanta
resignación a un destino indigno; toda la sumisión que veía congelada en esas
estatuas.
Entonces
recordé:
—Hay más
mujeres en la ciudad: la gorda de Botero en el parque San Pío y las guardianas
del Palacio de Justicia.
—Las
Cariátides de la Justicia, se llaman. ¿Y es que las mujeres solo sirven de
adorno? Las Cariátides eran el adorno del Palacio de Justicia en la capital,
hasta que el Bogotazo lo destruyó casi todo. Las estatuas sobrevivieron y
llegaron a Bucaramanga como un adorno de segunda mano. De la gorda no me hable;
es una vergüenza, un robo.
Nunca me
había detenido a enumerar las presencias inmortalizadas en los monumentos de la
ciudad. De hecho, no nos detuvimos. Seguíamos caminando, y el perro escurría la
lengua fuera del hocico. Deshacíamos el camino bajando por el Paseo del
Comercio. Cada vez que veía a Mónica compartíamos lecturas y discutíamos las
ideas a las que recién habíamos llegado. No era normal que nos viéramos con
regularidad. Sin embargo, una semana después nos encontraríamos. Antes de
despedirnos esa tarde, me prestó la novela de Elisa Mújica, y me dijo:
—Fíjese en
la diferencia de las mujeres de ese entonces y las de ahora; y me cuenta.
***
La primera
vez que vi a Mónica no charlamos. Estábamos en la Casa del Libro Total. Todas
sus compañeras estaban iniciando sus carreras técnicas o profesionales, menos ella,
desocupada como resultado de una discusión con su padre. Él no la quería en una
universidad pública, ella no se veía en otro lugar. Hizo algunos cursos de
corta duración, y, en su tiempo libre, que era abundante, se escabullía en los
recitales o exposiciones de la Casa del Libro.
Yo, sentado
en una silla plástica, escuchaba las canciones de Pablus Gallinazus. Cantaba
ebrio con el tono nostálgico de las batallas libradas que aún no se confiesan
fracaso. Una juventud vanidosa, un mundo de horror inalterable, una guerrilla
incapaz. Entre cada tema, soltaba algún chiste verde o comentario sugestivo o
verso satírico, bebía a pico de botella un vino y seguía con sus alabanzas al
placer y al arte.
Sonó un
estrépito. Una silla se había roto. El público se agitaba en movimientos de
incomodidad y rumores. Entonces la vi. Corría entre las columnas y los asientos
para burlar a su padre que la perseguía para sacarla a empujones. La agarraba, y
ella se deslizaba. Él maldecía a gritos. No quería volverla a encontrar en ese
lugar. Por el amor de Dios, una mujer decente no podía estar ahí. Ella corría
riendo. Hasta que el padre la detuvo de un patadón que la dejó privada en el
suelo. Los demás observábamos eso como si fuese parte del espectáculo y –como siempre–
no hicimos nada. Ese silencio legitima la violencia.
***
Regresé al
parque García Rovira con la novela leída. Hace cinco años conocía a Mónica y
nunca nos habíamos tuteado. ¿Qué significaba eso? Hablamos por primera vez luego
de un recital de poesía en la Casa del Libro Total, poco después del concierto
de Pablus Gallinazus. Cada tanto yo le escribía un correo electrónico, a manera
de carta, porque ambos evitamos el chat de las redes sociales. Ella compartía unos
versos a los arreboles santandereanos y a las montañas. Poco a poco tuvo un
cambio. Su poesía no habitaba ya en la naturaleza. Había madurado una voz
escéptica y un ritmo violento. Allí estaba sentada, con sus veintiún años, junto
a su perro obeso, con cara de tristeza.
—Mi padre
volvió a quemarme mis cuadernos —dijo y lloró.
Esta vez
deambulamos entre las tiendas de libros viejos debajo de la quince. Quizá ese
ambiente la reanimara. Su padre insistía en que Mónica se quitaría la vida,
como su primo lo había hecho, por leer.
—La mitad
de mis compañeras quedan embarazadas o fuman marihuana. Yo no quiero eso para
mí. ¿Vio?, a eso me refería con la diferencia de generaciones. Nuestras madres se
resignaron a lo que les tocó. Mi madre deja que Víctor haga y deshaga. Yo no.
¿Leyó Catalina? Yo no quiero repetir eso. La palabra es riesgo. Para
poder vivir me toca tomar riesgos. Llevo un par de meses trabajando para
Nielsen, hago estudios de mercado, ya me averigüé unas habitaciones en
arriendo, baratas, cerca de la universidad. No, nadie en mi familia conoce el
plan. Les digo cualquier cosa, creen que estoy en un laboratorio
extracurricular y en un grupo de investigación en metales; y ¿eso a mí qué me
importa? Yo no les cuento mi vida, para qué si ni me permiten vivirla.
Mónica tomó
la novela de Mújica de mis manos y jaló la correa del perro para que no se
orinara en una pila de libros.
—Mejor
vámonos, no podemos entrar con Mórdor.
Regresamos
al parque.
—Mentí.
Usted no puede ser la repetición de Catalina. Ella se reprime y queda muda, no
confía en las mujeres por chismosas y a los hombres no les dice la verdad, solo
las complacencias que ellos desean oír.
—Por eso.
Soy Catalina. Nunca quise ser ingeniera ni trabajar en estudios de mercado.
¡Solo complacencias!
—Usted me
dejó pensando en los hombres de las estatuas. El hombre santandereano. Ahí en
la novela sale. El esposo de Catalina grita hurras a la revolución, proclama
las ideas de José Martí, de Simón Bolívar, de Rafael Uribe Uribe. También uno
de sus pretendientes alaba a Nietzsche. Pero ambos son unos farsantes. Solo
enredan y repiten frases para conseguir negocios y mujeres. Ninguna inteligencia
ni valentía tienen. ¡Son unos farsantes!
—¡Ese es mi
papá!
—¿Su papá
también es un farsante?
—No, no,
que ahí viene mi papá, y viene bravo. Váyase rápido, antes de que lo casque a
usted también. Y llévese el libro; luego me lo devuelve.
Desde
entonces me la encontré en la calle unas tres o cuatro veces. No aceptó el
libro de regreso. Siempre mantuvo la mirada indiferente a mi saludo. Sostenía
con firmeza la correa del perro y caminó de largo.
FIN
(Cuento publicado en el libro: Mardoquea, Ana (2019) El miedo tiene los ojos grandes. Ediciones Universidad de Santander, colección generación del bicentenario, Bucaramanga.)
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