domingo, 7 de junio de 2020

VIRGINIDAD, MODESTIA Y SUMISIÓN


La verdad era que no deseaba portarme sino de acuerdo con lo que se esperaba de mí. 
Ir contra la corriente me destrozaba.
Elisa Mújica

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En abril de 2011 Mónica García supo que no volvería a ver a su primo. La imagen persistente de la policía descolgando el cuerpo del techo del baño se borraría con el tiempo. Seguro pasaría lo mismo con todo lo que había aprendido de él, pero no esperaba que su padre le prohibiera cualquier encuentro posterior con los libros. Los libros de Luis Alberto, que eran como suyos. Juntos leían en el parque y volvían a casa antes del anochecer. Nada tan cautivador, decían los profesores del colegio. Mónica, vestida aún con la jardinera y los zapatos de cuero, se sentaba a oír las ideas excéntricas que el primo traía de la universidad. Durante las comidas, Luis Alberto discutía de política con su tío –el padre de Mónica–, siempre respetuoso y a la vez crítico de los pensamientos del viejo, y después se encerraba en su habitación a estudiar.

Tras su muerte, lo único que podría permanecer de él eran los libros que leía con obsesión. Sus ropas fueron destinadas a la caridad. Los cuadernos en que escribía poesía fueron enviados a la madre en Aguachica. Vendieron el computador y el celular para pagar parte de los servicios fúnebres, así como la cama y el escritorio. Desaparecía. Y acabó de desaparecer, no cuando agentes del CTI cargaron el cadáver a la ambulancia, sino la tarde en que un reciclador se llevó las cajas de libros que esperaban arrumadas para ser vendidas por peso. En la mesita de la sala, junto al florero sin flores, quedó la Biblia como la única lectura permitida por la autoridad del hogar.

Luis Alberto le confesó a su prima que su anhelo era ser escritor. Había venido de Aguachica a Bucaramanga, en el 2008, para estudiar literatura en la Universidad Industrial de Santander. El padre de Mónica y hermano de la madre de Luis Alberto, Víctor García, lo recibió en su casa en el barrio La Joya y fue el único hombre que confiaba a su hija. No le permitió tener más amigos varones hasta los dieciocho años. Mónica tampoco tuvo muchas amigas. Era tímida, y una vaga intuición de que era distinta la aisló todavía más. Tuvo la seguridad y el gozo definitivo de su soledad cuando Luis Alberto le habló por primera vez de los poetas. Lo veía escribir sus propios poemas y siempre le reclamaba que cómo se atrevía a aspirar a ser tan grande como esos hombres. Al principio –tendría doce años– creía que escribir era oficio de hombres, además adinerados y europeos, y que su primo era un tonto soñador. Hasta que él le habló de mujeres escritoras. Gabriela Mistral, Anaïs Nin, Alejandra Pizarnik... Mónica quiso revelar entonces su deseo, ya no tan discreto, de ser como ellas, de estudiar en la universidad como su primo y dedicar su vida a las letras. Fue entonces que Luis Alberto se suicidó. Toda la culpa de su muerte se la llevaron los libros, y nadie quiso preguntar más.

De la cacería de brujas que libró su padre, rescató dos libros que escondió entre el colchón y las tablas de la cama. Uno de sor Juana Inés de la Cruz y una antología de poesía romántica con sus poemas favoritos de Novalis y Hölderlin. Cada noche leía y escribía en secreto, escondida bajo las cobijas e iluminada por una pequeña linterna. Si oía pasos frente a su puerta, apagaba la linterna y hacía que dormía. A veces se quedaba dormida. Otras veces el miedo no la dejaba dormir. Escribía asustada por las amenazas que su padre profería contra la poesía –maldita y demoníaca–, cada vez que escuchaba la emisora cultural. Leyó los mismos libros tres o cuatro veces. En la repetición de los versos y en sus intersticios creía ver, como una aparición, la posibilidad de ser escritora.

En la Navidad de 2012, sin embargo, escribió su último poema. Se durmió escribiendo un soneto dedicado a Luis Alberto y despertó a la mañana siguiente, con su padre sentado a los pies de la cama. Víctor se había levantado a la madrugada para asistir a la novena de las cinco y entró en la habitación de su hija para invitarla. La descubrió durmiendo abrazada a un libro. Soportó la ira hasta que ella despertara y, una vez la vio sentada en la cama, la abofeteó con el libro y la arrastró al patio para que viera arder en el fuego los cuadernos en que había escrito sus versos. Mónica se resignó. Después de todo, ¿quién había oído hablar de una escritora bumanguesa?

***

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Ese mismo año conocí a Mónica, quien, cinco años después, en 2017, me presentaría a Elisa Mújica, una escritora santandereana. Parece que ningún obseso de archivos polvorosos, ningún ratón de biblioteca y especialista en literatura colombiana –que son cinco pelagatos– ignora que Elisa Mújica fue de las mejores escritoras colombianas del siglo xx. Sin embargo, su voz permanece apagada y reprimida, como lo estuvo en vida. Su escritura escampa en la clandestinidad y no por falta de fuerza o belleza. Y así ha vivido Mónica. Parece repetir su historia: la de una escritora nacida en 1918, la de un canto en tierra de sordos.

Mi amistad con Mónica ha sido sencilla y esporádica. Tenían que cruzarse dos desprevenidas casualidades para que nos encontráramos. Primero, que yo estuviera en Bucaramanga, y luego, que ella convenciera a su padre de que Mórdor –el perro de la familia– necesitaba paseos más largos por el bien de su salud. Era la única manera para que Mónica caminara por la ciudad una tarde entera, sin ninguna presión. Así que nos veíamos a intervalos de seis meses por lo menos.

Quedábamos en el parque García Rovira, donde solía escuchar las lecciones de Luis Alberto. Ella esperaba sentada junto a un perro beagle que extendía sus orejas por el suelo amarillo. El sol de las dos de la tarde amodorraba. Nos saludamos y subimos por la carrera 36, caminando lento y desviándonos de un parque a otro.

—¿Ha descubierto algo nuevo? —le pregunté.
—Tiene que leerla; Elisa Mújica me encanta.

Mónica, apasionada, me habló de la escritora. Nació en Bucaramanga en 1918 y casi alcanza a vivir el siglo entero. Vivió en Bogotá, Quito y España. Fue la primera mujer colombiana gerente de un banco y entró con honores a la Real Academia de la Real Academia Española. Parecía rebosar en logros y en libros escritos –novelas, cuentos, ensayos–. Mónica no entendía por qué nadie en la ciudad la conocía.

—He preguntado por ahí por ella, como entrevistando a ver qué, y me han dicho que creen haber escuchado su nombre. Les digo que fue una mujer importante y me responden: “Ah sí, fue una maestra, ¿o una política? Sí, era una de esas corruptas”.
—¿Y usted cómo llegó a ella?
—Por una amiga de Luis Alberto de la universidad. Tatiana. Casi no salgo con ella: está loca. Creo que también escribe. Vive fumando y bebiendo por las noches. Yo no puedo hacer eso.

Cruzamos hacia la derecha, en dirección al parque Simón Bolívar. El perro se cagó frente a la estatua del Libertador, y Mónica limpió con una bolsa plástica. Mónica cambió de tema, intimó consigo misma en voz alta.

Después de meses de discusión, convenció a su padre de que se matricularía en la universidad. No podría, sin embargo, elegir la carrera por gusto. Cualquiera de las humanidades estaría bien, se dijo en principio; pero terminó aceptando estudiar ingeniería metalúrgica. Allí conocería los inocentes y primerizos placeres del amor. En rápidas escapadas, bien justificadas con excusas razonables, le daba un beso a algún chico. Me lo contó sonrojada y sosteniendo al perro con un gesto leve de cohibición. Ya habíamos hablado de esto antes. Ella besaba sin enamorarse y se marchaba con culpa a su casa. No proyectaba ningún futuro junto a nadie. Solo anhelaba un beso para esa noche escribir un poema –de nuevo a escondidas– y despedirse de manera indolora de un breve amor. Otras veces había pasado que los hombres eran los que se pintaban un maravilloso futuro con ella.

—Se creen que yo les daré cielo y tierra. Otras veces, solo quieren comerme. Como me ven juiciosa, quieren entrar a mi casa casi que a la fuerza a presentarse como mis futuros esposos. Ahí en la entrada les he dejado todos los regalos.

Regresamos por la carrera veintidós. El andén tenía apenas el espacio suficiente para caminar en fila india y hablarle a la espalda de Mónica, que iba adelante con el perro gordo. Los buses y las motos parecían abalanzarse contra nosotros. Las ventas de enormes equipos de sonido, muebles, empanadas. Ella volvió al tema de Elisa Mújica.

—Le va a gustar la novela Catalina; hay entre líneas una pelea con Nietzsche.
—¿Y quién gana?
—El cristianismo. Elisa fue durante una época comunista, pero se convirtió a la Iglesia católica.
—No entiendo. ¿Cómo puede reivindicar la perspectiva de la mujer desde el catolicismo?
—No le diré, tiene que leerla; es bellísima.

Igual me contó un poco de la historia de Catalina. Una joven bumanguesa que se sabe diferente a todos los demás y, siendo un pueblo en el que nada sucede y las lenguas siempre están prestas a envenenar con el chisme, será sometida al silencio y expulsada de la vida social. Busca reemplazar la autoridad del padre por la de un esposo que le impedirá realizar sus deseos. Nunca puede confesar su verdad, porque otros le imponen lo que debe creer. Fracaso tras fracaso, busca refugio en los libros, y las tertulias, a manera de entretenimiento, desatan su condena. Esa historia de una mujer pensadora y transgresora pero que, en últimas, no es rebelde, sino que se resigna a las circunstancias opresivas, me recordó la historia de Mónica. Se lo dije.

—Sí; quizá por eso me gusta tanto. La vaina es que entonces Bucaramanga era un pueblo. Ahora, que es ciudad, sigue igual, no pasa nada; y nos tiramos a matar entre nosotros.

Los gigantes árboles de caucho hacían sombra para los motociclistas y los comerciantes que descansan y discuten en las bancas. Un grupo de prostitutas alimentaba a una ardilla. Llegamos al parque Antonia Santos, y Mónica señaló el busto de bronce de la mujer que da nombre al parque.

—Es el único monumento en Bucaramanga que recuerda a una mujer. Fue guerrillera. Y aun así aquí ganó el No en el plebiscito del año pasado. No existe ese dizque orgullo combativo del santandereano. Existió, pero Elisa Mújica me ha enseñado a dudar de él. El resto de monumentos son hombres. Por aquí por el centro: Simón Bolívar, Francisco de Paula Santander, Aquileo Parra, Custodio García Rovira, Eloy Valenzuela, José Vicente Concha, Aurelio Martínez Mutis y esa ambigua figura que conocemos como Los Fundadores, que parece acusar a los indígenas de asesinos. Por la carrera 27: Benjamín Herrera, Gabriel Turbay, Luis Antonio Galán y otro Bolívar a caballo. Por Cabecera: el general San Martín y la parejita de Francisco Romero y David Puyana. También, por allá por el Batallón, está Antonio Ricaurte; en el parque de San Francisco, José Camacho Carreño; por la quince, un tal Arturo Regueros Peralta.

—No sé quiénes son —confesé.
—Casi nadie sabe. La mayoría son militares que combatieron por la Independencia o atizadores de odios entre conservadores y liberales. Aunque pocos les paren bolas, igual marcan unas coordenadas para la identidad de la región. En mi opinión, muchos deberían desaparecer, no nos dicen nada, no nos aportan nada. Y podemos dejar espacio a personajes que no sean racistas, clasistas, machistas. ¿Dónde está la estatua de Elisa Mújica? ¡Hizo más con una pluma que con un fusil!

Ver a Mónica arder en rabia por las estatuas de la ciudad fue una imagen que me contrastaba con su resignación a la violenta autoridad paternal. Había logrado subvertirla encontrando la manera de volver a la lectura y la escritura, siempre de manera oculta. Permaneció dos años sin libro alguno, olvidó los versos que sonaban efímeros en su mente, incapaz de anotarlos, hasta que en la universidad pudo hacerse su guarida. Los enormes libros de ingeniería le servían para disimular los pequeños libros prohibidos de poesía y cuentos que conseguía a la salida de las clases. Permanecía en salones vacíos para leer. Algunas amigas le guardaban lo que tuviera que ocultar. Su rebeldía no era la de los capuchos que lanzaban papas bomba. Su desobediencia era inmóvil, invisible. Quizá por eso se irritaba tanto al ver aquellas estatuas, alrededor de las cuales juegan los niños, fuman los viejos, descansan las señoras, venden café los ambulantes. Pero ella enfurecía ante tanta docilidad, tanta resignación a un destino indigno; toda la sumisión que veía congelada en esas estatuas.

Entonces recordé:

—Hay más mujeres en la ciudad: la gorda de Botero en el parque San Pío y las guardianas del Palacio de Justicia.
—Las Cariátides de la Justicia, se llaman. ¿Y es que las mujeres solo sirven de adorno? Las Cariátides eran el adorno del Palacio de Justicia en la capital, hasta que el Bogotazo lo destruyó casi todo. Las estatuas sobrevivieron y llegaron a Bucaramanga como un adorno de segunda mano. De la gorda no me hable; es una vergüenza, un robo.

Nunca me había detenido a enumerar las presencias inmortalizadas en los monumentos de la ciudad. De hecho, no nos detuvimos. Seguíamos caminando, y el perro escurría la lengua fuera del hocico. Deshacíamos el camino bajando por el Paseo del Comercio. Cada vez que veía a Mónica compartíamos lecturas y discutíamos las ideas a las que recién habíamos llegado. No era normal que nos viéramos con regularidad. Sin embargo, una semana después nos encontraríamos. Antes de despedirnos esa tarde, me prestó la novela de Elisa Mújica, y me dijo:

—Fíjese en la diferencia de las mujeres de ese entonces y las de ahora; y me cuenta.

***

La primera vez que vi a Mónica no charlamos. Estábamos en la Casa del Libro Total. Todas sus compañeras estaban iniciando sus carreras técnicas o profesionales, menos ella, desocupada como resultado de una discusión con su padre. Él no la quería en una universidad pública, ella no se veía en otro lugar. Hizo algunos cursos de corta duración, y, en su tiempo libre, que era abundante, se escabullía en los recitales o exposiciones de la Casa del Libro.

Yo, sentado en una silla plástica, escuchaba las canciones de Pablus Gallinazus. Cantaba ebrio con el tono nostálgico de las batallas libradas que aún no se confiesan fracaso. Una juventud vanidosa, un mundo de horror inalterable, una guerrilla incapaz. Entre cada tema, soltaba algún chiste verde o comentario sugestivo o verso satírico, bebía a pico de botella un vino y seguía con sus alabanzas al placer y al arte.

Sonó un estrépito. Una silla se había roto. El público se agitaba en movimientos de incomodidad y rumores. Entonces la vi. Corría entre las columnas y los asientos para burlar a su padre que la perseguía para sacarla a empujones. La agarraba, y ella se deslizaba. Él maldecía a gritos. No quería volverla a encontrar en ese lugar. Por el amor de Dios, una mujer decente no podía estar ahí. Ella corría riendo. Hasta que el padre la detuvo de un patadón que la dejó privada en el suelo. Los demás observábamos eso como si fuese parte del espectáculo y –como siempre– no hicimos nada. Ese silencio legitima la violencia.


***

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Regresé al parque García Rovira con la novela leída. Hace cinco años conocía a Mónica y nunca nos habíamos tuteado. ¿Qué significaba eso? Hablamos por primera vez luego de un recital de poesía en la Casa del Libro Total, poco después del concierto de Pablus Gallinazus. Cada tanto yo le escribía un correo electrónico, a manera de carta, porque ambos evitamos el chat de las redes sociales. Ella compartía unos versos a los arreboles santandereanos y a las montañas. Poco a poco tuvo un cambio. Su poesía no habitaba ya en la naturaleza. Había madurado una voz escéptica y un ritmo violento. Allí estaba sentada, con sus veintiún años, junto a su perro obeso, con cara de tristeza.

—Mi padre volvió a quemarme mis cuadernos —dijo y lloró.

Esta vez deambulamos entre las tiendas de libros viejos debajo de la quince. Quizá ese ambiente la reanimara. Su padre insistía en que Mónica se quitaría la vida, como su primo lo había hecho, por leer.

—La mitad de mis compañeras quedan embarazadas o fuman marihuana. Yo no quiero eso para mí. ¿Vio?, a eso me refería con la diferencia de generaciones. Nuestras madres se resignaron a lo que les tocó. Mi madre deja que Víctor haga y deshaga. Yo no. ¿Leyó Catalina? Yo no quiero repetir eso. La palabra es riesgo. Para poder vivir me toca tomar riesgos. Llevo un par de meses trabajando para Nielsen, hago estudios de mercado, ya me averigüé unas habitaciones en arriendo, baratas, cerca de la universidad. No, nadie en mi familia conoce el plan. Les digo cualquier cosa, creen que estoy en un laboratorio extracurricular y en un grupo de investigación en metales; y ¿eso a mí qué me importa? Yo no les cuento mi vida, para qué si ni me permiten vivirla.

Mónica tomó la novela de Mújica de mis manos y jaló la correa del perro para que no se orinara en una pila de libros.

—Mejor vámonos, no podemos entrar con Mórdor.

Regresamos al parque.

—Mentí. Usted no puede ser la repetición de Catalina. Ella se reprime y queda muda, no confía en las mujeres por chismosas y a los hombres no les dice la verdad, solo las complacencias que ellos desean oír.
—Por eso. Soy Catalina. Nunca quise ser ingeniera ni trabajar en estudios de mercado. ¡Solo complacencias!
—Usted me dejó pensando en los hombres de las estatuas. El hombre santandereano. Ahí en la novela sale. El esposo de Catalina grita hurras a la revolución, proclama las ideas de José Martí, de Simón Bolívar, de Rafael Uribe Uribe. También uno de sus pretendientes alaba a Nietzsche. Pero ambos son unos farsantes. Solo enredan y repiten frases para conseguir negocios y mujeres. Ninguna inteligencia ni valentía tienen. ¡Son unos farsantes!
—¡Ese es mi papá!
—¿Su papá también es un farsante?
—No, no, que ahí viene mi papá, y viene bravo. Váyase rápido, antes de que lo casque a usted también. Y llévese el libro; luego me lo devuelve.

Desde entonces me la encontré en la calle unas tres o cuatro veces. No aceptó el libro de regreso. Siempre mantuvo la mirada indiferente a mi saludo. Sostenía con firmeza la correa del perro y caminó de largo.


FIN
(Cuento publicado en el libro: Mardoquea, Ana (2019) El miedo tiene los ojos grandes. Ediciones Universidad de Santander, colección generación del bicentenario, Bucaramanga.)

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