Gracias a Jim Pluk por esta ilustración. |
Hemingway no afirma, como lo haría
cualquier idiota, que Dios no existe. Es mucho más fino, dice que Dios es nada.
¿Y acaso la nada tiene alguna existencia? En el cuento “Un lugar limpio y bien iluminado” deja claro que no hay ninguna
divinidad que acompañe o dirija a los humanos, que de todo lo que somos y hacemos
nada quedará, y lo hace de una manera hermosa, reescribe las oraciones del
Padre Nuestro y el Ave María:
«Nada nuestra que estás en la nada, nada sea tu nombre,
nada a nosotros tu reino y hágase tu nada así en la nada como en la nada. La
nada nuestra de cada día dánosla hoy y nada nuestras nadas así como nosotros
nada a nuestros nadas, no nos dejes nada en la nada mas líbranos de la nada;
pues nada. Nada te salve nada eres de nada, la nada esté contigo.» (2008: 458).
¿Hay que aterrarse frente a esto y no
hacer nada con nuestras vidas? No es para tanto. El mismo Hemingway, a pesar
del horror a la nada, no se detenía: un alcohólico que se enlistaba en
cualquier guerra y escribía cada mañana, de pie frente a su máquina. En la
historia humana, la nada —es decir, el vacío simbólico que ha dejado Dios al
marcharse del cielo y de la tierra— ha transformado las relaciones sociales y
esto es lo que quiero examinar en la novela Por
quién doblan las campanas, escrita por Ernest Hemingway en 1940, poco
después de su participación como periodista en la guerra civil española.
A finales de la década de 1930,
España fue objeto de las miradas del mundo entero, ahora que fascistas y
republicanos luchaban a muerte por el poder. La novela de Hemingway transcurre
en el contexto de esta guerra en la que no sólo combatían españoles, sino también
extranjeros solidarizados con las diversas causas. El protagonista, Robert
Jordan, es un estadounidense enviado a las montañas por un general republicano,
bajo la orden de coordinar un pequeño grupo de guerrilleros con el fin de
dinamitar un puente. Entre el grupo de guerrilleros, Robert conoce a Anselmo,
Pilar, Pablo y María. Anselmo es el anciano que llega a ser como su hermano.
Pilar es la señora corpulenta que le ayuda y lo regaña como si fuera su madre.
Pablo es su contrincante, un guerrillero cobarde y posible traidor que amenaza
toda la misión. Y María, la enamorada, la mujer violada por fascistas que es
redimida en el amor (aunque notablemente tiene el papel de mujer delicada
destinada a ser esposa y cocinera).
A lo largo de la novela, se habla de
que los humanos deben asumir la responsabilidad de las tareas que antes
correspondían a Dios; en particular aquellas que tienen que ver con la muerte y
el dolor, como la sobrevivencia en el tiempo, la esperanza, la compañía y el
consuelo.
1. Dios, los ídolos y el asesinato
¿Por qué matar? Por gusto o por la
construcción de un proyecto político. La relación de amistad entre Robert y
Anselmo examina el tema del asesinato. Anselmo tiene 67 años y suficiente
fuerza para cargar los costales de pólvora con que volarán el puente. Él es un
campesino analfabeto, sabio por su experiencia y sensibilidad, criado en la
tradición católica y a la vez fiel a la propuesta republicana de eliminar a
Dios del orden social. Esta encrucijada espiritual marca los pensamientos y las
acciones de Anselmo. Como cazador, encuentra belleza en matar animales y cuenta
con orgullo cómo una garra de oso que él había matado adornó la iglesia de su
pueblo; pero, si se tratara de un ser humano, «no puedes clavar su pata en la
puerta de la iglesia (...) sería una barbaridad. Y sin embargo, la mano de un
hombre es muy parecida a la pata de un oso» (Hemingway 1993: 41).
Si no hay Dios ni tampoco ley
(porque se trata de una guerra en la que precisamente el ganador definirá qué
es la ley) entonces ¿cómo censurar el asesinato? Anselmo no encuentra el
lenguaje para la censura e insiste en el uso de expresiones religiosas: «matar
es pecado». Luego de confesar que ha matado dice:
«...pero no por gusto. Para mí, matar a
un hombre es pecado. Aunque sean fascistas los que mate. Para mí, hay una gran
diferencia entre el oso y el hombre, y no creo en los hechizos gitanos sobre la
fraternidad con los animales. No. A mí no me gusta matar hombres» (1993: 42).
Y su conversación con Robert Jordan
continúa así:
«—Pero los has matado.
—Sí, y lo haría otra vez. Pero si después de eso sigo
viviendo trataré de vivir de tal manera, sin hacer mal a nadie, que se me pueda
perdonar.
—¿Por quién?
—No lo sé. Desde que no tenemos Dios, ni su hijo ni Espíritu
Santo, ¿quién es el que perdona? No lo sé.
—¿Ya no teneís Dios?
—No, hombre, claro que no. Si hubiese Dios, no hubiera
permitido lo que yo he visto con mis propios ojos. Déjales a ellos que tengan
Dios.
—Ellos [los fascistas] dicen que es suyo.
—Bueno, yo lo echo de menos, porque he sido educado en la
religión. Pero ahora un hombre tiene que ser responsable ante sí mismo.
—Entonces eres tú mismo quien tienes que perdonarte por
haber matado.
—Creo que es así— asintió Anselmo— Lo ha dicho usted de una
forma tan clara, que creo que tiene que ser así. Pero, con Dios o sin Dios,
creo que matar es un pecado muy grave, a mi parecer. Lo haré, si es necesario,
pero no soy de la clase de Pablo.»
Dios pertenece a los fascistas. Son
ellos los que lo reclaman como núcleo de la identidad nacional, como fuente
incuestionable de poder político y de las buenas costumbres, asesinan en su nombre,
siempre bajo la mirada de la Virgen María. Los fascistas anhelan que España sea
católica de nuevo como en los “buenos viejos tiempos” de la Edad Media y del
Imperio Español. Es la melancolía del reaccionario. En oposición a este
proyecto fascista se perfila el proyecto republicano, que reúne ideas
liberales, comunistas, ilustradas y anarquistas. El proyecto republicano
consiste en una sociedad sin patrones, y Dios es uno de ellos.
La encrucijada espiritual de Anselmo
comprende su apoyo al proyecto revolucionario de una sociedad en que todos
seamos iguales (y ni siquiera Dios pueda mirarnos sobre el hombro), pero es
incapaz de vivir sin usar el lenguaje religioso. Cada vez que anda solo, es atormentado
por la culpa de los muertos que se ha cargado, sabe que hace falta una
“expiación” y se calma orando en silencio, mientras sube la montaña con su
fusil terciado. «Ayúdame, Dios mío, a conducirme como un hombre mañana en el
combate» (1993: 289). Anselmo ora y, sin embargo, sabe que su oración es una
secreta traición a la República:
«La llegada de la noche le hacía sentirse siempre más solo,
y aquella noche se sentía tan solo, que se había hecho dentro de él un vacío
como si fuera de hambre. En otros tiempos conseguía aliviar esa sensación de
soledad rezando sus oraciones. A veces, al volver de caza, rezaba la misma
oración varias veces y se sentía mejor. Pero desde el Movimiento no había
rezado una sola vez. Echaba de menos la oración, aunque se le antojaba poco
honrado e hipócrita el rezar. No quería pedir ningún favor especial, ningún
trato diferente del que estaban recibiendo todos los hombres» (1993: 180).
Si todos debemos ser iguales, orar
sería hacer trampa. En este sentido, la oración es subordinarnos para que una
autoridad divina actúe por nosotros (suponiendo además que nos sea favorable).
Por tanto, orar es costumbre de los irresponsables y una ofensa silenciosa a la
hermandad entre hombres y mujeres. Bien lo ha dicho Anselmo, el programa del
Movimiento Republicano es que cada hombre «tiene que ser responsable ante sí
mismo» (1993:42) y orar no es más que limpiarnos las manos de la tarea de
hacernos a nosotros mismos. Esta responsabilidad es la soledad de los hombres.
Abandonados a nuestra propia libertad, no sabemos qué hacer con ella. No
sabemos cómo vivir ahora que Dios no está, y esto nos angustia. Por eso,
Anselmo «echa de menos» a Dios y a la oración.
Hay que decir que no sólo Anselmo
sufre de ésta melancolía de Dios, también el mismo proyecto revolucionario del
que participa, el cual se ha negado a pensar en Dios, escudado en la blasfemia
y en la autocompasión. La República misma se encarga de revivir a un dios que
exige sacrificios para su existencia.
Anselmo se esfuerza en pensar el
mundo nuevo, sin embargo no deja de hacer referencias al mundo viejo, aquel que
quiere superar: ¿le corresponde ahora al Estado hacer la tareas de Dios?
«Espero que no tendré que tomar parte en la matanza —pensaba
Anselmo—. Cuando se acabe la guerra habrá que hacer una gran penitencia por
todas las matanzas. Si no tenemos ya religión después de la guerra, hará falta
que hagamos una especie de penitencia cívica organizada para que todos se
purifiquen de la matanza, porque si no, jamás habrá verdadero fundamento humano
para vivir. Es necesario matar, ya lo sé; pero, a pesar de todo, es cosa mala
para un hombre, y creo que cuando todo concluya y hayamos ganado la guerra,
será menester hacer una especie de penitencia para la purificación de todos
(...) Eso de matar es un gran pecado, y quisiera estar en paz sobre este
asunto. Más tarde podría haber ciertos días en que trabajásemos para el Estado
o ciertas cosas que podríamos hacer para borrar todo eso» (1993: 179-180).
¿Cómo una sociedad más justa puede
ser producto de una guerra? Hay que matar fascistas para triunfar y fundar la
nueva sociedad; tal es la afirmación del militante. Anselmo reconoce la
necesidad de matar, pero desprecia el gusto que algunos tienen por ver a un
fascista agonizante. El gozo de matar es un exceso que le parece enfermizo (se
podría esbozar que Anselmo es un kantiano que ha universalizado la máxima de
matar sin la efectiva participación de las pasiones). Anselmo insiste en que
preferiría no matar. Como soldado cree que mata para crear un mundo en el que
no haga falta matar, no obstante como cristiano ve la esterilidad de la
violencia: «Matar no sirve para nada —insistió Anselmo—. No puedes acabar con
ellos, porque su simiente vuelve a crecer con más vigor. Tampoco sirve para
nada meterlos a la cárcel. Sólo sirve para crear más odios. Es mejor
enseñarlos» (1993:43).
Casi al final de la novela, Anselmo
asesina de dos balazos a un centinela. Lo asesina y llora. Ahora que no hay
Dios, no sabe qué hacer con sus propios pecados y sus propias tentativas de una
penitencia cívica o de trabajar para el Estado a manera de expiación, no dejan
de ser absurdas, no se las cree ni él mismo. Anselmo no sabe qué hacer con su
culpa y su dolor, no obstante, vive en un mundo que lo empuja a seguir matando.
De los gitanos se dice que matan por
gusto, aprovechando que no hay ley (1993: 42). No les importa entender el
motivo de la guerra, sólo gozan matando. Hay otro personaje que goza fusilando
a sus propios soldados y compatriotas: el general Marty. Incluso se rumora que
no ha matado ningún fascista, sólo integrantes de su propio bando, sospechosos
de infidelidad a los ideales. Todos en el ejército republicano saben que está loco,
pero, como es una figura legendaria, nadie lo puede tocar.
La violencia —indeseable y
necesaria— tiene para el soldado un límite: matar no puede ser gozo ni locura,
sino un frío acto utilitario. Robert Jordan, el dinamitero encargado de volar
el puente, es el típico personaje de Hemingway: un macho frío y calculador que
pretende tener todo bajo control. Su cordura, no obstante, se ve amenazada
porque descubre que le va agarrando el gusto a matar (1993: 256). Quizá sea
esta la situación de cualquier soldado, que se sabe asesino pero debe llamarse
de otra forma, debe pensar en otra cosa.
Si Anselmo reprochaba el asesinato
como pecado, Robert Jordan lo reprocha en términos liberales, no religiosos.
Dice que nadie tiene “derecho” a matar:
«Tengo fe en el pueblo y creo que le asiste el derecho de
gobernarse a su gusto. Pero no se debe creer en el derecho de matar. Es preciso
matar porque es necesario, pero no hay que creer que sea un derecho. Si se cree
en ello, todo va mal»
(1993:269).
Los sacrificios son necesarios para
crear el gobierno del pueblo, parece decir Robert Jordan, pero entregarse a la
violencia descontrolada será la ruina para ese proyecto. Esta ruina, también es
necesaria porque la violencia se nos sale siempre de las manos. Primero, por lo
que dijo Anselmo: el enemigo siempre vendrá a vengarse. Segundo, por el argumento
de Robert Jordan: una vez se comienza a matar, se va cultivando el gusto
(confiéselo o no el soldado).
Para Robert, no hay duda de que todo
soldado es un asesino y sabe también que si se detiene a pensar en su condición
criminal no logrará su objetivo como militar. ¿Cómo entonces el soldado negocia
con la culpa y el dolor? A diferencia de la religiosidad de Anselmo, Robert no
cree en penitencias ni purificaciones. Con su personalidad racional, cree en
las reglas (o en las leyes, si se quiere): las reglas que regulan el “juego” de
la guerra para impedir que caiga en la locura y el gozo de la sangre. Muy pocos
de los que Robert ha matado son fascistas verdaderos, “pero todos son enemigos
cuya fuerza se opone a la nuestra” (1993:269). Por tanto no tendrá culpa alguna
en matar a todo el que se oponga a la consecución de la victoria. “Porque todas
estas cosas son criminales y ningún hombre tiene derecho a quitar la vida a
otro, a menos que sea para impedir que les suceda algo peor a los demás”
(1993:269). Es decir, la prohibición del asesinato no es absoluta, sino que
tiene una excepción utilitaria. La excepción dicta matar pocos para salvar a
muchos, situación que ocurre en ocasiones escasas y de alto peligro. El soldado
hace de esta situación excepcional un estado permanente de su propia vida y de
la sociedad: matar es su ley y como toda ley, dictada por la razón, carece de
sentimientos compasivos e infla el pecho con orgullo. Además, este sujeto
racional y liberal descubre que no puede cumplir las leyes de manera
desapasionada, sino que está motivado por la victoria, la dominación y un
velado gusto por la sangre, que es la única manera de hacer cumplir las leyes.
La violencia como reguladora de la violencia.
2. Sobrevivir a la muerte
Dios era nuestro garante de una vida
eterna y ahora que se ha marchado sólo nos queda nuestra corta vida temporal.
El cielo ha quedado vacío, ¿podemos reconstruir el infinito? Sí, y lo sabemos
bien. Si trabajo por algo más grande que yo, este algo sobrevivirá. Los
personajes de la novela saben que van a morir pero que sobrevivirán si la
República triunfa, y además, ésta proveerá de bondades a las generaciones
venideras. El triunfo, no obstante, exige disciplina y unanimidad a la hora de matar, nada de cavilaciones
culposas sobre el crimen, nada de caprichos individuales, sino una entrega
colectiva a la pureza del ideal. Robert Jordan confiesa su fe en la República
«como los que tienen fe en la religión creen en los misterios» (1993:85).
La República —es decir, la sociedad
nueva— es un misterio, en todo el sentido religioso de la palabra: una entidad
ubicua que da sentido a nuestras vidas sin que podamos definirla del todo
porque sobrepasa nuestras capacidades limitadas. El misterio es hermoso y
aterrador, atractivo y repelente. No alcanzamos a definir qué es; aunque sí podemos
nombrar qué no es: la República no es un mundo de miseria y tiranía.
Así como el santo en la vida
religiosa debe renunciar a sus deseos individuales y realizar sacrificios, el
militante se sacrifica él mismo en nombre de un proyecto político que lo
eternizará. La disciplina del guerrillero es la austeridad del santo; Robert
recuerda así sus inicios en la guerra:
«Entonces conociste el éxtasis de la batalla (...) luchaste
(...) por todos los pobres del mundo, contra todas las tiranías, por todas las
cosas en las que creías y por un mundo nuevo (...). Aquel invierno aprendiste a
sufrir y a despreciar el sufrimiento (...) Pero aquel sentimiento estaba allí
aún y todo lo que se sufría no hacía más que confirmarlo. Fue en aquellos días
cuando sentiste aquel orgullo profundo, sano y sin egoísmo» (1993:213).
El éxtasis de la batalla es un
sentimiento religioso: salir del propio egoísmo para entregarse a una causa
superior que exige la renuncia de las comodidades y una relación masoquista con
el dolor. La mortificación de la carne contribuye al sueño colectivo. La
aniquilación del propio yo —característica del santo— viene acompañada —en el
caso del guerrillero— por la aniquilación del otro.
Robert llega a percatarse que su
politización no le permite pensar por sí mismo. Como si se preguntara: y en
todo este proceso político ¿dónde quedo yo? Así se cuestiona su fe, se quiebra
su ortodoxia:
«Sus ideas políticas se iban convirtiendo desde hacía algún
tiempo en algo tan estrecho e inconformista como las de un baptista de
caparazón duro, y expresiones como enemigos del pueblo le acudían a la memoria
sin que se tomase la pena de examinarlas. Toda clase de clichés revolucionarios
y patrióticos. Su mente los adoptaba sin criticarlos. (...) El fanatismo era
una cosa extraña. Para ser fanático hay que estar absolutamente seguro de tener
la razón y nada infunde esa seguridad, ese convencimiento de tener la razón
como la continencia. La continencia es el enemigo de la herejía» (1993:150).
Robert ha vuelto en sí y se da
cuenta del peligroso juego religioso en que ha entrado la revolución: los
militantes son tan estrechos de pensamientos como un fanático religioso. Más
aún, afirma que el origen de la convicción política es un valor religioso: la
continencia. Robert se aterra: los revolucionarios renuncian a su humanidad —a
sus cuerpos, a sus ideas propias, a cometer errores, a ser finitos— para crear
un monstruo inhumano, esto es, el perfecto ideal de la revolución. Robert ya no
utiliza el lenguaje liberal con el que piensa la legitimidad del asesinato,
ahora nombra la violencia en términos religiosos: al hereje —que es cualquiera
que se le ocurra pensar por sí mismo— hay que eliminarlo. Aquello que Anselmo
entendía como el proyecto político (un mundo en el que cada uno sea responsable
de sí mismo) parece desbaratarse cuando el movimiento revolucionario hace que
surja un nuevo dios: el partido comunista, que no soporta la herejía del acto
individual. Por eso Robert sigue razonando así:
«¿Resistiría la premisa un examen? Esa era la razón por la
que los comunistas perseguían tanto a los bohemios. Cuando uno se emborracha o
comete pecado de fornicación o de adulterio, descubre uno su propia falibilidad
hasta en ese sustituto tan mudable del credo de los apóstoles: la línea del
partido» (1993:
150).
En la institución de la República
—tan abstracta como un misterio— no cabe ningún hombre o mujer, ninguno de sus
defectos que mancharían la pureza del ideal. El mundo nuevo exige que los
individuos renuncien a su individualidad, esto es, que sean fieles al colectivo
que aún no se logra definir, y la violencia resulta siendo la mejor manera de
definirlo. Pilar (1993: 110), como otros personajes, reconoce que si hay que
matar, hay que hacerlo juntos. Como si la unanimidad del asesinato eliminara la
culpa porque luego nadie podrá acusar al otro. Sólo entonces una sociedad
comenzará desde cero y sus beneficios no se harían esperar. Este planteamiento
nunca se consuma: por más disciplina que el ejército o el partido ejerza sobre
sus miembros, siempre se cola un poco de sensibilidad moral o alguna duda
individual acerca de los principios colectivos.
El humor de Hemingway expone
características de esta fe política. Su personaje principal, Robert Jordan,
oscila entre los deseos individuales y la entrega al ideal colectivo. La
realización de su vida es dinamitar un puente por la causa política, pero no
puede dejar de pensar en lo bien que lo pasará con su enamorada en Madrid.
Reconoce que los comunistas son los únicos con una disciplina capaz de ganar la
guerra, pero nunca les da la razón porque los ve como fanáticos religiosos.
Cree en la igualdad, la libertad y la fraternidad, pero se asusta cuando se
encuentra a sí mismo repitiendo las consignas del partido. Incluso sus
superiores —simpatizantes de la línea estalinista— sospechan de la correcta
educación política de Robert Jordan, sin embargo, le permiten actuar porque lo
notan bien dispuesto a matar.
Un golpe o un muerto es señal de
fidelidad a la causa. La violencia es también una forma de hacerse partícipe de
la eternidad que sobrevivirá a los individuos; o al menos eso creen los
personajes de Hemingway, que el arriesgar la propia vida y asesinar a otro son
señales de grandeza. Sin embargo, el humor del escritor revela que la batalla
no los engrandeció; en realidad, los humilló y los degradó más.
3. El amor sin Dios
La mayor sensatez de Robert Jordan
es afirmar que el amor es una herejía, un quiebre en la ortodoxia y la única manera
de ser fieles a nuestra humanidad. No habla del amor a Dios o a una utopía
política. Nada de fantasías religiosas o políticas. Estas reflexiones sobre el
amor discurren cuando el soldado descubre que la grandeza de la batalla no
sirve para nada y que más valdría llevar una vida común y corriente, anónima,
igual que cualquiera, sin tanta exaltación. En aquella escena en que Robert
Jordan se descubre a sí mismo tan fanático y estrecho por sus convicciones
políticas, acusa que ha sido el amor aquello que lo ha sacado de la masa
homogénea:
«María hacía mucho daño a su fanatismo. Hasta ahora no había
ella dañado a su capacidad de resolución, pero notaba que prefería por el
momento no morir. Renunciaría con gusto a un final de héroe o de mártir (...)Le
hubiera gustado pasar algún tiempo con María. Y ésa era la expresión más
sencilla de todos sus deseos» (1993: 150).
Renunciar a ser héroe o mártir es
renunciar a la eternidad y asumirse como un ser anónimo, ni especial ni único,
que vive en un plano inmanente, plagado de contingencias y errores. Pero Robert
Jordan sabe que lo más sencillo se hace imposible durante la intensidad de la
guerra:
«No tendrás nada de eso, ni
felicidad, ni placer ni niños, ni casa ni cuarto de baño ni pijama limpio ni
periódico por la mañana ni despertarse juntos ni despertar y saber que ella
está allí y que uno no está solo (...) Pero pides lo imposible. Pides la misma
imposibilidad. Por lo tanto, si quieres a esa muchacha, como dices, lo mejor
que puedes hacer es quererla mucho y ganar en intensidad lo que pierdes en
duración y continuidad (...) En otros tiempos, la gente consagraba a esto toda
una vida. Y ahora que tú lo has encontrado, si tienes dos noches para ello, te
pones a preguntarte de dónde te viene tanta suerte. Dos noches. Dos noches para
querer, honrar y estimar» (1993: 154).
La vida humana común y corriente
queda trastocada por la intensidad de la guerra hasta hacerse imposible. La
guerra es la transgresión de los hombres que los acerca peligrosamente a ser
dioses, sin embargo, ningún cuerpo soporta por mucho exponerse a lo divino. Por
esto, Robert Jordan sabe que tiene dos días para amar, para ser plenamente
humano. Si no hay Dios, la humanidad es lo único que queda. Somos todo entre
todos, pero un todo tan simple y contingente, que más vale decir que somos
nada. El amor es el sentimiento con el que los seres humanos trascienden, sin
por ello llegar a los cielos. Al contrario, es la maravillosa confirmación de
que somos todo y nada:
«Jordan sabía que él no era nada y
sabía que no era nada la muerte. Lo sabía auténticamente; tan auténticamente
como todo lo que sabía. En aquellos últimos días había llegado a saber que él,
junto con otro ser, podía serlo todo. Pero también sabía que aquello era un
excepción» (1993:
345).
Durante las dos escenas de sexo de
la novela, el lenguaje erótico se mezcla con el religioso. Ya no se hace
referencia a una nueva divinidad —como lo fue en el caso de la República— sino
a la nada y al presente como experiencias bellas de lo más íntimamente humano.
En la primera escena, el sexo es un sendero que lleva
«hacia la nada sin fin, suspendido en el tiempo (...) Hasta
que de repente la nada desapareció y el tiempo se quedó inmóvil, se encontraron
los dos allí, suspendidos en el tiempo, y sintió que la tierra se movía y se
alejaba bajo ellos»
(1993: 146).
En la segunda escena se narra lo
siguiente:
«Estaban
tan juntos que (...) sabían que nada podría pasarle a uno sin que le pasara
también al otro; que no podría pasarles nada sino eso; que eso era todo y
siempre, el pasado, el presente y ese futuro desconocido. Lo que no iban a
tener nunca, lo tenían. Lo tenían ahora y antes y ahora, ahora, ahora (...)
Nada más que ahora ¿Y dónde estás tú? ¿Y dónde estoy yo? ¿Y dónde está el otro?
Y ya no hay por qué; ya no habrá nunca por qué; sólo hay este ahora» (1993: 333).
Cuando los dioses y todas las
fantasías religiosas y políticas desaparecen, los seres humanos pueden
encontrarse los unos a los otros, amarse, descubrirse de manera sincera en toda
su imperfección e interrumpir con este presente las heridas del pasado y las
expectativas del futuro. Este es el amor, un sentimiento que nos colma de todo
y a la vez nos muestra el vacío. Sólo podemos creer en la existencia del amor
si éste se nos llega a revelar, por un golpe de suerte o porque creemos a otro
que le haya acontecido (un testigo). No importa que Dios se haya marchado, nos
tenemos a nosotros mismos. «No estamos solos; estamos todos juntos» (1993:84).
Quizá un teólogo observaría con claridad
el Espíritu Santo en esta novela. Hay un replanteamiento de la fórmula bíblica
del Espíritu Santo cuando Robert Jordan se despide de su enamorada una vez que
sabe que va a morir: «Tú eres yo ahora. Tú eres todo lo que quedará de mí desde
ahora» (1993:406). Éste es el cristianismo sin Dios de Por quién doblan las campanas. Los personajes desesperan y a la vez
se consuelan con la ausencia de la divinidad. Dios es como un fantasma que sale
del escenario en la obra de Hemingway. Las experiencias humanas no pierden
intensidad y sentido por ser contingentes e intrascendentes. En sus reflexiones,
Robert Jordan afirma para sí mismo que amar es hacer lo correcto: «¿incluso
aunque no haya sitio para el amor en una concepción puramente materialista de
la sociedad?» (1993:270). Sí. Y luego
confiesa que, aunque es un combatiente por el mundo nuevo, no comulga con el
marxismo y rechazaría creencias que se impondrían luego de la victoria final.
«Tú no eres un verdadero marxista, y lo sabes. Tú crees en la libertad, en la
igualdad y la fraternidad. Tú crees en la vida, en la libertad y en la búsqueda
de la dicha» (1993: 270). Esta declaración de principios se convertirá después
en una declaración de amor cuando Robert diga a María: «Te quiero tanto como a
la libertad, a la dignidad y al derecho de todos los hombres a trabajar y a no
tener hambre» (1993:307). En conclusión, el amor —en tanto residuo de la muerte
de Dios— es la experiencia espiritual y política más intensa del otro y del
tiempo presente.
Bibliografía.
Hemingway, Ernest (1993) Por quién
doblan las campanas. Barcelona, España, Editorial Planeta. Traducción
de Lola de Aguado
Hemingway, Ernest (2008) “Un lugar limpio y bien iluminado”
Cuentos. Debolsillo, Madrid. Traducción de Damián Alou Ramis.
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